Autopistas de información… fue la forma de definir internet antes de que se instalara en la mayoría de los hogares. Instagram y YouTube han sustituido la presencia abrumadora que tenían los medios de comunicación años atrás. La posibilidad de acceder a un mundo ilimitado de datos a un solo clic de ratón no deja de sorprendernos.
Hoy todo está a nuestro alcance: podemos acceder a los mejores museos del mundo y descargarnos en pdf bibliotecas enteras, visitar virtualmente las playas más remotas, ver on-line nuestro cine favorito, acceder a formación universitaria, hablar en directo con nuestro médico y solicitar cita a través de la web del seguro de salud, gestionar nuestras cuentas bancarias… Infinitas posibilidades, tal vez más de lo que pudimos soñar un día.
Así, lo difícil no es tanto el acceder a la información como el saber seleccionarla. Junto a páginas llenas de exquisita información, aparecen cientos de dudoso contenido, que exigen un discernimiento muy alto a la hora de ser seleccionadas.
El bombardeo de publicidad y comentarios también es digno de ser mencionado. Cualquiera de nosotros puede opinar de cualquier cosa. Y de esta forma, todo se trivializa, y las verdaderas opiniones, las de los expertos, sea cual sea la materia de la que hablemos, se diluyen hasta convertirse en humo.
Algo parecido ocurre con la venta on-line. Es evidente que podemos comprar todo aquello que deseemos a golpe de tarjeta de crédito, sin necesidad de salir de casa, sin necesidad de mostrarnos más allá de nuestro propio jardín.
Todo está a nuestro alcance, claro está, si nos lo podemos permitir. Se nos muestra por tanto el mundo al que es posible que nunca accedamos, puesto que el sueldo no alcanza. Y aparece con este mundo inaccesible a nuestra vida, pero sí a nuestros ojos, la frustración de toparnos con la realidad que internet intenta disimular ofreciendo esa casi infinita red de posibilidades.
Respecto a nuestras relaciones sociales, podemos mantenernos al día de cómo están nuestros amigos a través de páginas como Facebook o Twitter, páginas que, a su vez, a través de la red de contactos, nos permiten hacer nuevas amistades con personas a las que tal vez nunca conozcamos.
La comunicación se vuelve solitaria y silenciosa, son los dedos los que hablan, tecleando ante una pantalla que nos devuelve nuestra mejor imagen. Tras esta pantalla, no aparece el rostro al que hablamos, y surge también entonces la posibilidad de comunicarnos según las apetencias del momento, mostrando lo que queremos mostrar, en la certeza de no ser descubiertos físicamente.
Podemos estar muy tristes, o muy alegres, por el hecho de decirlo. Y ser muy inteligentes, copiando a otros. Por momentos, incluso podemos dejar de ser nosotros mismos, salir de nuestra rutina, de nuestro aburrimiento existencial. Casi sin quererlo, vamos construyendo una realidad virtual falseada, que, más que mostrarnos, nos sirve de escondite.
Y en último término, nos devuelve a la soledad en la que iniciamos la búsqueda de contacto. A la vez, la posibilidad de comunicarnos en cualquier momento, con cualquiera que lo desee, nos devuelve a esa búsqueda de la inmediatez. Nos hace olvidarnos de la gestión del tiempo, del valor de la espera, de la incertidumbre.
Y nos vuelve más vulnerables que nunca, puesto que es un arma de doble filo. Y esta arma nos exige estar disponibles también. Perder nuestra intimidad.
Se abren nuevos debates sobre valores como la fidelidad-infidelidad virtual y la libertad del silencio. Aparecen conceptos como Robinson Crusoe que definen a aquél que se crea una isla incomunicada y por la cual, también paga un alto precio.
Infinitas posibilidades que a veces limitan más que ofrecen, pero que han puesto a la familia burguesa tradicional en jaque. Ya no sirven los esquemas anteriores para introducirnos en la sociedad, en las costumbres y el conocimiento del tiempo que ha tocado transitar. La familia se ha quedado obsoleta para esto. Una conexión wifi ofrece mucho más en este sentido.
Pero no puede ofrecer ni una identidad, ni afecto, aunque en algunos momentos pueda parecer que sí. Y en este sentido, las relaciones vinculares nunca perderán su efecto socializador, y aunque no pueda descartarse la trasmisión generacional de ideas y valores, será el amor, la protección y el cuidado de sus miembros su eje y su principal motor.
Hoy más que nunca las relaciones presenciales son imprescindibles. El contacto, el cariño, el abrazo, el beso. Hoy más que nunca nos necesitamos como lo que somos, seres humanos sociales con capacidad de amar y de compartir.
Cierto es que no disponemos de toda la información en tiempo real. Cierto es que necesitamos tiempo para tomar decisiones, y que cometemos errores. Pero la reflexión y el sentimiento son tal vez nuestra principal baza. Y la búsqueda de sentido. Y la contemplación de la belleza. Aspectos que una máquina, o un algoritmo, no podrán alcanzar.
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